A alguien le hubiera
ido muy bien que no quisiera saber, pero he sabido que España, antes de ser España;
la España cosmopolita de los especiales de Totalán, de las manadas que corren
delante de los toros y detrás de las mujeres y de los desahucios de las once en
4K, magdalena y iPhone X en mano, antes, fue un país pobre, necesitado y con
hambre por las esquinas.
Quién iba a
imaginárselo, ¿eh? Tan modernos que somos ahora. Y ojocuidao’, que ser moderno
ahora no era como ser moderno antes. Antes, cuando mis padres tenían mi edad,
ser moderno era ser de izquierdas. Mínimo del PSOE. Hay (o había) gente en mi
barrio que manejaba discursos altamente contradictorios: se quejaban —yo les
oía tomando una Fanta los domingos en el bar— de esto y de aquello…, pero al final… te votaban a Felipe, que no llevaba
muy bien unas cosas, pero sí llevaba bien otras. ¿Ven qué bien he salido del
paso? Luego Felipe, que decía mi abuela que era “el de los pobres”, te pactaba
con Anguita, buscaba puntos de encuentros por dios y por la patria con
Alianza Popular, los vascos… los catalanes… azúcar o sacarina en el café y ya
estaba todo el pescao’ vendido. Todos contentos. Así, amigos; esto, señores,
era más o menos la política postransición que yo veía entre Bola de Drac y la
Bola de Cristal las tardes que me sentaba en la mesa camilla a merendar
mientras mi madre cosía en el cuarto de al lado. Todo sumergido. Deténganme ya,
estoy confesando.
¿Y antes? Pues antes
tuvieron que llegar aquí mis abuelos. Soy un pesado con la historia de mi
familia. ¡Pues como todas! Es verdad… pero ¿y si no hubieran venido a parar a
Barcelona? Pues si no hubieran venido a Barcelona, seguramente, por generación,
les hubiera tocado irse a Alemania. Allí, a robarle todo a los alemanes, como
hicieron en los sesenta dos millones de españoles. DOS MILLONES DE ESPAÑOLES.
2 de febrero de 1963
Días antes, Ángela se
había imaginado todo aquel escenario diferente. No muy diferente, porque ya
había estado alguna vez en la estación, pero imaginaba, eso sí, menos gente,
menos ajetreo, menos bullicio… Imaginó, sin ir más lejos, tener tiempo de despedirse de su padre y
de su sobrino Zacarías. Pensó incluso unas escuetas palabras que decirles a los suyos desde lo
alto del vagón: “Me voy para traer la fortuna a esta familia, como haríais
cualquiera de vosotros si estuvierais en mi lugar”, algo así. Y su hermana,
al lado de su marido y del pequeño Zacarías, se acariciaría la
barriga y se secaría una lágrima. Su padre la besaría con las manos vacías de enseres y el
alma llena de pena. Le hablaría de su madre porque él siempre le
hablaba de su madre para mantener vivo el recuerdo. Es lo que le dijo el cura
que tenía que hacer hasta encontrar alguna mujer casadera, si es que la hubiera
en el pueblo para un hombre de campo como él. Y partir lentamente mientras
rememoraba un poco los veinte años de vida que dejaba atrás en Villaloquesea de Nosédónde. Pero
qué va. La riada de gente en los andenes hizo que la policía no dejara entrar a
la estación más que a los que partían. Un billete caducado que le prestó un
paisano en el quiosco de la puerta es lo que le sirvió a su padre para entrar a
ayudarla con la maleta. La gente dormida en el andén. Vidas aún menos
agraciadas que aguardaban hacía días a que el borreguero les sacase de España
en busca de un futuro mejor. En la maleta: las mejores ropas para presentarse
donde fuera, recatada y obediente. En el bolsillo una dirección de un barrio de
Núremberg que no sabía ni pronunciar.
![]() |
Emigración años 60, España. Imagen extraída del diario El Mundo |
En el tren todos
llevaban las mejores ropas. Chaquetas de algodón, pantalones de pinza, camisas
que al tercer día dejaban de ser limpias. Allí, entre las maderas de los
asientos y de los respaldos, grabadas entre un “José y Cándida” y “Marcelo
quiere a Loli”, encontró un mensaje que le hizo caer de bruces: “Viva España”, a navaja, y
la nostalgia le mordió el costado, así, sin piedad, antes siquiera de llegar a
los Pirineos. El Francia hubo cambio de tren porque Franco hizo construir la
mayoría de las vías del país más estrechas que las del resto de Europa. Por si
nos invadían. No fueran a robarnos los franceses. Vías estrechas. Mentes
pensantes.
Se cruzó la chaqueta,
se encajó el gorro para resguardarse del frío y puso el primer pie en
Núremberg. Nunca recordó si fue el derecho o el izquierdo. De hecho a día de
hoy duda si aquella imagen la ha recordado realmente o la ha creado ella de
tanto tenerla que explicar al mundo cuando aún interesaba su historia. La
chaqueta era verde, eso sí. Llegó al barrio. Ya sabía que las historias que
venían explicando los paisanos las pocas veces que venían de visita no podían
ser todas ciertas. Eso de que en Alemania repartieran felicidad a espuertas, la
bonanza, el idioma… ¿el idioma? Por primera vez cayó en la cuenta de que no
entendía nada de lo que pasaba a su alrededor. El mundo se había convertido en
algo indescifrable. Fue la primera vez que se sintió perdida. Caminó hasta la
estación de autobús. Por suerte los números seguían siendo en cristiano, y se
subió a uno, al que ponía en la seña que llevaba en el bolsillo.
Fotografía de TRAVL MAGAZINE |
Encontró el módulo,
en el parque. Aquellas chozas las habían construido los alemanes para que los
españoles vivieran. Antes eran establos y vertederos. No pagaban alquiler,
acaso un diezmo del sueldo o algo en concepto que les descontaban de unas cosas
que los españoles de allí llamaban nóminas. Estaban bien vigilados por los
capataces. Mujeres y hombres separados. Sin prohibiciones de compartir
espacios, pero con todas las trabas. “Mañana vamos una hora antes a la fábrica
y te presento al encargado”. Esos eran la mayoría de contratos que llevaban los
de su pueblo.
Fábrica, módulo.
Módulo, fábrica. Fábrica, módulo. Paquete: chorizo, perrunilla, torrezno.
Chinchón, guitarra, nochebuena, postales. Cinco, seis, siete, diez años. Ningún
mes de ningún año faltó el sobre en su casa. “Hija, sobre todo no pases
necesidades”. Y entonces fue cuando entendió por qué mentían sus paisanos en
las postales, en las conferencias y en las pocas visitas que advertía al
pueblo. Un coche, una ropa de marca, un nuevo televisor para ocultar las
miserias de quienes no eran más que animales de carga. “Las colonias de
españoles”. Franco conocía, Franco sabía de las miserias, Franco advertía, de
alguna manera, que el final de los años sesenta no era solamente el final de
una década.
El rumor corría por
las calles. La nueva Europa se presentaba unida, fuerte y democrática. Algunos
españoles en Alemania tuvieron acceso a libros, a información, a cuartillas que
escapaban de multicopistas clandestinas en alguna imprenta española y que de
alguna manera llegaban también a Alemania. Los españoles allí empezaron a
querer lo mismo que los españoles aquí. La caída del régimen se advertía.
Manifestaciones de españoles en Alemania, cruzando Núremberg, pidiendo un
cambio. No fueron una ni dos ni tres, fueron muchas las veces que se cortaron
calles, que se acampó en el consulado español. ¿La respuesta de Franco? Las
“Casas de España”: lugares a los que Franco enviaba cantaores flamencos,
cuadros de sevillanas y disponía mesas para que los compatriotas, que tan
necesarios eran allí, se siguieran sintiendo españoles y sobre todo se
apartaran de aquel monstruo que empezaba a sorberles el seso: la política. La
política, claro, en España nada más que era una, la suya. Allí acudía Ángela a
veces, para tener contacto con los suyos. La verdad es que en la “Casa de España”
se sentía uno como en la suya. Un espejismo que duraba lo mismo que una copa de
chinchón, una mano de cartas o una partida de dominó. Esta tarde doble sesión
de Marisol: “Tómbola” y “Un rayo de luz”. Pero en la puerta sonaban los
Beatles, y no sabía una ya ni adónde mirar ni qué sentirse.
Imagen de archivo de la Universidad Complutense de Madrid |
Algunos españoles en
Alemania llegaron a situarse. Llegaron, a ojos del mundo, a vivir dignamente.
Pero entonces, a principios de los setenta, estalló la crisis del petróleo. Una
crisis europea, mundial, devastadora y de todo. Y los alemanes ya no miraban
tan bien a los españoles. Que habían ido allí a robarles el trabajo, decían. El
trabajo. Podían quedárselo todo para ellos, pensaba Ángela, que ya empezaba a
entender los carteles que se veían en las fachadas de algunas fábricas: “die
Deutschen zuerst”, “los
alemanes primero”. Como si a ella se le hubiera pasado por la cabeza estar en
algún momento por delante de algún alemán. Entonces muchos españoles en
Alemania se quedaron sin trabajo, algunos volvieron, otros se empezaron a
organizar. No estaban dispuestos a volver al pueblo a reconocer su derrota.
Otros, simplemente, tenían allí el único horizonte fijado de su vida. Aquel
postulado de autarquía consiguió un aumento muy destacable en las urnas y
Alemania empezó a cambiar de color político.
Ángela fue de las que
volvieron. Otro tren más moderno se detenía en una estación más vieja una tarde
de primavera de 1974. Allí la esperaban su hermana, su cuñado, Zacarías y
Rocío, a la que no había conocido aún y tenía ya once años. Padre y madre
volvían a estar juntos, en el cielo, desde las nevadas del 68. Once años había pasado fuera de su casa, pero no habrían sido en balde; sus sobrinos habían
podido estudiar, la casa que tanto costó pagar era ahora para toda la familia y para siempre y, además, su hermana le había juntado para un piso nuevo de los que había
mandado hacer el alcalde en el centro del pueblo para los emigrantes que
volvían a Villaloquesea de Nosédónde. En su memoria quedarían un montón de
historias por las que hubiera que pasar para salvar a los suyos del hambre.
También amigos. Algunos que con los años caerían en el olvido y otros a los que
nunca les faltó una postal de navidad, una llamada y cuando llegó el nuevo
mundo una solicitud de amistad en Facebook de una Ángela ya mayor, que
intentaba conservar el mismo peinado que cuando se fue a Alemania con veinte
años recién cumplidos. Tocada de canas, de gafas, de arrugas...
La familia no se
olvida de que tía Ángela fue la salvadora de todos, y aunque nunca se casó ni
tuvo hijos, su sobrino Zacarías la cuidó siempre como a una madre, máxime
cuando él perdió la suya, y por eso van a visitarla siempre que pueden a la
residencia.
Hoy es sábado y el
mayor de su Zacarías ha ido a visitarla. Es el más guapo de los tres, es
abogado. Fue a la universidad en Madrid porque su padre le pudo pagar la carrera guardando
de aquí y de allí, y porque el gobierno de la Junta además les dio unas becas
que tenían para la gente del campo. Cansada de escuchar la televisión, le ha
dicho al niño que por favor la apagase, que estaba harta de escuchar tantas
malas noticias: “Guapo, corazón, mi vida”, “claro, tía”. Justo cuando se ha
inclinado, ha aparecido la imagen de un hombre con barba y cara de enfadado ante un fondo verde y, en vez de apretar el botón de desconexión, el niño ha subido el
volumen. El señor ha dicho que “España es primero para los españoles” y a
Ángela no se le hubiese puesto el pelo de punta si no hubiese escuchado a su
sobrino decir: “Pues claro que sí, cojones”.
Faria un aplaudiment fins i tot amb las orelles. Si sàpigues com fer-ho.
ResponEliminaEl passat és sol oblidar. I la història és repeteix....
La resta ve sola....