dissabte, 2 de febrer del 2019

Corazón tan Franco

A alguien le hubiera ido muy bien que no quisiera saber, pero he sabido que España, antes de ser España; la España cosmopolita de los especiales de Totalán, de las manadas que corren delante de los toros y detrás de las mujeres y de los desahucios de las once en 4K, magdalena y iPhone X en mano, antes, fue un país pobre, necesitado y con hambre por las esquinas.

Quién iba a imaginárselo, ¿eh? Tan modernos que somos ahora. Y ojocuidao’, que ser moderno ahora no era como ser moderno antes. Antes, cuando mis padres tenían mi edad, ser moderno era ser de izquierdas. Mínimo del PSOE. Hay (o había) gente en mi barrio que manejaba discursos altamente contradictorios: se quejaban —yo les oía tomando una Fanta los domingos en el bar— de esto y de aquello…, pero al final… te votaban a Felipe, que no llevaba muy bien unas cosas, pero sí llevaba bien otras. ¿Ven qué bien he salido del paso? Luego Felipe, que decía mi abuela que era “el de los pobres”, te pactaba con Anguita, buscaba puntos de encuentros por dios y por la patria con Alianza Popular, los vascos… los catalanes… azúcar o sacarina en el café y ya estaba todo el pescao’ vendido. Todos contentos. Así, amigos; esto, señores, era más o menos la política postransición que yo veía entre Bola de Drac y la Bola de Cristal las tardes que me sentaba en la mesa camilla a merendar mientras mi madre cosía en el cuarto de al lado. Todo sumergido. Deténganme ya, estoy confesando.

¿Y antes? Pues antes tuvieron que llegar aquí mis abuelos. Soy un pesado con la historia de mi familia. ¡Pues como todas! Es verdad… pero ¿y si no hubieran venido a parar a Barcelona? Pues si no hubieran venido a Barcelona, seguramente, por generación, les hubiera tocado irse a Alemania. Allí, a robarle todo a los alemanes, como hicieron en los sesenta dos millones de españoles. DOS MILLONES DE ESPAÑOLES.

2 de febrero de 1963

Días antes, Ángela se había imaginado todo aquel escenario diferente. No muy diferente, porque ya había estado alguna vez en la estación, pero imaginaba, eso sí, menos gente, menos ajetreo, menos bullicio… Imaginó, sin ir más lejos, tener tiempo de despedirse de su padre y de su sobrino Zacarías. Pensó incluso unas escuetas  palabras que decirles a los suyos desde lo alto del vagón: “Me voy para traer la fortuna a esta familia, como haríais cualquiera de vosotros si estuvierais en mi lugar”, algo así. Y su hermana, al lado de su marido y del pequeño Zacarías, se acariciaría la barriga y se secaría una lágrima. Su padre la besaría con las manos vacías de enseres y el alma llena de pena. Le hablaría de su madre porque él siempre le hablaba de su madre para mantener vivo el recuerdo. Es lo que le dijo el cura que tenía que hacer hasta encontrar alguna mujer casadera, si es que la hubiera en el pueblo para un hombre de campo como él. Y partir lentamente mientras rememoraba un poco los veinte años de vida que dejaba atrás en Villaloquesea de Nosédónde. Pero qué va. La riada de gente en los andenes hizo que la policía no dejara entrar a la estación más que a los que partían. Un billete caducado que le prestó un paisano en el quiosco de la puerta es lo que le sirvió a su padre para entrar a ayudarla con la maleta. La gente dormida en el andén. Vidas aún menos agraciadas que aguardaban hacía días a que el borreguero les sacase de España en busca de un futuro mejor. En la maleta: las mejores ropas para presentarse donde fuera, recatada y obediente. En el bolsillo una dirección de un barrio de Núremberg que no sabía ni pronunciar.
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Emigración años 60, España. Imagen extraída del diario El Mundo



En el tren todos llevaban las mejores ropas. Chaquetas de algodón, pantalones de pinza, camisas que al tercer día dejaban de ser limpias. Allí, entre las maderas de los asientos y de los respaldos, grabadas entre un “José y Cándida” y “Marcelo quiere a Loli”, encontró un mensaje que le hizo caer de bruces: “Viva España”, a navaja, y la nostalgia le mordió el costado, así, sin piedad, antes siquiera de llegar a los Pirineos. El Francia hubo cambio de tren porque Franco hizo construir la mayoría de las vías del país más estrechas que las del resto de Europa. Por si nos invadían. No fueran a robarnos los franceses. Vías estrechas. Mentes pensantes.

Se cruzó la chaqueta, se encajó el gorro para resguardarse del frío y puso el primer pie en Núremberg. Nunca recordó si fue el derecho o el izquierdo. De hecho a día de hoy duda si aquella imagen la ha recordado realmente o la ha creado ella de tanto tenerla que explicar al mundo cuando aún interesaba su historia. La chaqueta era verde, eso sí. Llegó al barrio. Ya sabía que las historias que venían explicando los paisanos las pocas veces que venían de visita no podían ser todas ciertas. Eso de que en Alemania repartieran felicidad a espuertas, la bonanza, el idioma… ¿el idioma? Por primera vez cayó en la cuenta de que no entendía nada de lo que pasaba a su alrededor. El mundo se había convertido en algo indescifrable. Fue la primera vez que se sintió perdida. Caminó hasta la estación de autobús. Por suerte los números seguían siendo en cristiano, y se subió a uno, al que ponía en la seña que llevaba en el bolsillo.
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Fotografía de TRAVL MAGAZINE
Encontró el módulo, en el parque. Aquellas chozas las habían construido los alemanes para que los españoles vivieran. Antes eran establos y vertederos. No pagaban alquiler, acaso un diezmo del sueldo o algo en concepto que les descontaban de unas cosas que los españoles de allí llamaban nóminas. Estaban bien vigilados por los capataces. Mujeres y hombres separados. Sin prohibiciones de compartir espacios, pero con todas las trabas. “Mañana vamos una hora antes a la fábrica y te presento al encargado”. Esos eran la mayoría de contratos que llevaban los de su pueblo.

Fábrica, módulo. Módulo, fábrica. Fábrica, módulo. Paquete: chorizo, perrunilla, torrezno. Chinchón, guitarra, nochebuena, postales. Cinco, seis, siete, diez años. Ningún mes de ningún año faltó el sobre en su casa. “Hija, sobre todo no pases necesidades”. Y entonces fue cuando entendió por qué mentían sus paisanos en las postales, en las conferencias y en las pocas visitas que advertía al pueblo. Un coche, una ropa de marca, un nuevo televisor para ocultar las miserias de quienes no eran más que animales de carga. “Las colonias de españoles”. Franco conocía, Franco sabía de las miserias, Franco advertía, de alguna manera, que el final de los años sesenta no era solamente el final de una década.
  
El rumor corría por las calles. La nueva Europa se presentaba unida, fuerte y democrática. Algunos españoles en Alemania tuvieron acceso a libros, a información, a cuartillas que escapaban de multicopistas clandestinas en alguna imprenta española y que de alguna manera llegaban también a Alemania. Los españoles allí empezaron a querer lo mismo que los españoles aquí. La caída del régimen se advertía. Manifestaciones de españoles en Alemania, cruzando Núremberg, pidiendo un cambio. No fueron una ni dos ni tres, fueron muchas las veces que se cortaron calles, que se acampó en el consulado español. ¿La respuesta de Franco? Las “Casas de España”: lugares a los que Franco enviaba cantaores flamencos, cuadros de sevillanas y disponía mesas para que los compatriotas, que tan necesarios eran allí, se siguieran sintiendo españoles y sobre todo se apartaran de aquel monstruo que empezaba a sorberles el seso: la política. La política, claro, en España nada más que era una, la suya. Allí acudía Ángela a veces, para tener contacto con los suyos. La verdad es que en la “Casa de España” se sentía uno como en la suya. Un espejismo que duraba lo mismo que una copa de chinchón, una mano de cartas o una partida de dominó. Esta tarde doble sesión de Marisol: “Tómbola” y “Un rayo de luz”. Pero en la puerta sonaban los Beatles, y no sabía una ya ni adónde mirar ni qué sentirse.


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Imagen de archivo de la Universidad Complutense de Madrid

Algunos españoles en Alemania llegaron a situarse. Llegaron, a ojos del mundo, a vivir dignamente. Pero entonces, a principios de los setenta, estalló la crisis del petróleo. Una crisis europea, mundial, devastadora y de todo. Y los alemanes ya no miraban tan bien a los españoles. Que habían ido allí a robarles el trabajo, decían. El trabajo. Podían quedárselo todo para ellos, pensaba Ángela, que ya empezaba a entender los carteles que se veían en las fachadas de algunas fábricas: “die Deutschen zuerst”, “los alemanes primero”. Como si a ella se le hubiera pasado por la cabeza estar en algún momento por delante de algún alemán. Entonces muchos españoles en Alemania se quedaron sin trabajo, algunos volvieron, otros se empezaron a organizar. No estaban dispuestos a volver al pueblo a reconocer su derrota. Otros, simplemente, tenían allí el único horizonte fijado de su vida. Aquel postulado de autarquía consiguió un aumento muy destacable en las urnas y Alemania empezó a cambiar de color político.

Ángela fue de las que volvieron. Otro tren más moderno se detenía en una estación más vieja una tarde de primavera de 1974. Allí la esperaban su hermana, su cuñado, Zacarías y Rocío, a la que no había conocido aún y tenía ya once años. Padre y madre volvían a estar juntos, en el cielo, desde las nevadas del 68. Once años había pasado fuera de su casa, pero no habrían sido en balde; sus sobrinos habían podido estudiar, la casa que tanto costó pagar era ahora para toda la familia y para siempre y, además, su hermana le había juntado para un piso nuevo de los que había mandado hacer el alcalde en el centro del pueblo para los emigrantes que volvían a Villaloquesea de Nosédónde. En su memoria quedarían un montón de historias por las que hubiera que pasar para salvar a los suyos del hambre. También amigos. Algunos que con los años caerían en el olvido y otros a los que nunca les faltó una postal de navidad, una llamada y cuando llegó el nuevo mundo una solicitud de amistad en Facebook de una Ángela ya mayor, que intentaba conservar el mismo peinado que cuando se fue a Alemania con veinte años recién cumplidos. Tocada de canas, de gafas, de arrugas...

La familia no se olvida de que tía Ángela fue la salvadora de todos, y aunque nunca se casó ni tuvo hijos, su sobrino Zacarías la cuidó siempre como a una madre, máxime cuando él perdió la suya, y por eso van a visitarla siempre que pueden a la residencia.

Hoy es sábado y el mayor de su Zacarías ha ido a visitarla. Es el más guapo de los tres, es abogado. Fue a la universidad en Madrid porque su padre le pudo pagar la carrera guardando de aquí y de allí, y porque el gobierno de la Junta además les dio unas becas que tenían para la gente del campo. Cansada de escuchar la televisión, le ha dicho al niño que por favor la apagase, que estaba harta de escuchar tantas malas noticias: “Guapo, corazón, mi vida”, “claro, tía”. Justo cuando se ha inclinado, ha aparecido la imagen de un hombre con barba y cara de enfadado ante un fondo verde y, en vez de apretar el botón de desconexión, el niño ha subido el volumen. El señor ha dicho que “España es primero para los españoles” y a Ángela no se le hubiese puesto el pelo de punta si no hubiese escuchado a su sobrino decir: “Pues claro que sí, cojones”.









1 comentari:

  1. Faria un aplaudiment fins i tot amb las orelles. Si sàpigues com fer-ho.

    El passat és sol oblidar. I la història és repeteix....

    La resta ve sola....

    ResponElimina

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